'Apegos feroces', de Vivian Gornick

Cuando al fin me decidí a hacerme con un ejemplar de Apegos feroces (Sexto Piso), la primera edición ya había desaparecido de las librerías. Llevaba todo el verano viendo la portada teja y azul en webs y suplementos culturales y, sobre todo, por las redes sociales. La promesa del retrato vital y honesto de la relación entre una madre y una hija me convenció, y dicha promesa se cumplió, con creces.

Vivian Gornick, la autora, podemos también decir que es la precursora de un género al que ella denomina "ensayo autobiográfico": una vía literaria para reflexionar acerca de lo que nos rodea a través de la experiencia propia. En el prólogo de la edición española, Jonathan Lethem define este libro como la "bandera en mi mente", y se sorprende de que todas las críticas positivas escritas para su vieja edición (el libro vio la luz en inglés en 1987) estén firmadas por mujeres. Se pregunta si tal vez él es el primer hombre en apreciar el grandísimo valor literario de estos textos. Yo no lo creo. Me parecería imposible que, independientemente del género del lector, alguien quedara impasible ante la lectura de unas memorias tan lúcidas y dolorosas, narradas con una mirada prodigiosa, de esas que miran donde casi nadie sabe que hay que mirar. Gornick fue una niña muy inteligente que se dio cuenta de muchas cosas; eso debió de dolerle.


Apegos feroces toma como eje los paseos que la autora da con su madre por las calles de Nueva York, partiendo del Bronx que la vio crecer y que tanto ha cambiado. Su madre dice que la odia; ella a veces se comporta como si la odiase. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si el amor no fuese incompatible con el odio? "Lo que digo es que hoy en día el amor hay que ganárselo. Incluso entre madres e hijos", escribe la autora. Gornick remueve los cimientos sobre los que se han levantado las "conductas normales" de la familia. Entre paso y paso, se retrotrae a su niñez, a su adolescencia,a su etapa universitaria y finalmente a su madurez.

Aunque Nettie, la joven vecina pelirroja, la viuda seductora, se presenta como objeto de deseo de la narración, me ha resultado infinitamente más complejo el carácter de la madre. Ella es amor y protección, pero también es la araña, la que enrarece el aire, la que estrangula, la que deposita un peso en el estómago. Ella es la que rompe las noches con su llanto, y sus hijos la escuchan pensando que sus lágrimas son el mundo que se desmorona. Las páginas en las que Gornick narra los momentos posteriores a la muerte de su padre -porque en estas memorias las personas dignas de atención son casi exclusivamente mujeres-, cuando su madre se sume en la pena y atrae a sus hijos a su campo gravitacional de desolación y desesperanza, son magistrales.

"Su dolor se convirtió en mi elemento natural, mi patria de residencia, la ley ante la que me inclinaba. Me dominaba,me hacía reaccionar contra mi voluntad. Anhelaba incesantemente alejarme de ella, pero no podía siquiera abandonar la habitación cuando ella estaba presente. Temía su regreso del trabajo, pero siempre estaba allí cuando ella volvía a casa. En su presencia,la ansiedad hinchaba mis pulmones (...), pero me encerraba en el baño y lloraba a raudales por su culpa."

La viudedad le había otorgado un estado de superioridad, como si dejar patente su dolor fuese su nuevo objetivo en la vida, ella, que se quejaba de no haberla vivido. Después, cuando Gornick es aceptada en el City College, las nuevas posibilidades que abren los libros y los compañeros de clase son percibidos como una amenaza, escarban más en la zanja que las separa. " (...) habíamos aprendido la diferencia entre las ideas que se ocultaban y las que se expresaban. Esto nos convirtió en unos subversivos dentro de nuestros propios hogares", escribe. Pero en las palabras de Gornick no hay resentimiento ni reproche. Sólo hay heridas y experiencia, que al final son lo mismo

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